Diarios del Covid-19. Día 41: mayo 1 de 2020

Recordatorios, relatos y notas para después de la pandemia

Julián González
9 min readMay 1, 2020

Postal 2: Miedo al miedo

Imagen tomada de Wikipedia: https://es.wikipedia.org/wiki/Revuelta_de_Haymarket#Las_condenas

Es 1 de mayo de 2020 y aprovecho para releer la crónica de José Martí, “Un drama terrible”, publicada en el periódico la Nación, Buenos Aires, el 1 de enero de 1888, a propósito de la condena de George Engel, Samuel Fielden, Adolph Fischer, Louis Lingg, Michael Schwab, August Spies y Albert Parson. Los siete apoyaron la huelga general del 1 de mayo de 1886 en Chicago y varias ciudades de Estados Unidos a favor de reducir la jornada laboral a 8 horas, y fueron juzgados y hallados responsables del ataque con bombas a la policía y de la muerte del patrullero Degan durante una manifestación pacífica convocada en Haymarket Square (Chicago). A Samuel Fielden (inglés, 39 años) y Michael Schwab (alemán, 33 años) se los sentenció a cadena perpetua. A Oscar Neebe (estadounidense, 36 años) le dieron quince años de trabajos forzados. Y el 11 de noviembre de 1887 fueron ejecutados los alemanes George Engel (50 años), August Vincent Theodore Spies (31 años) y Adolf Fischer (30 años). También el estadounidense, Albert Parsons (39 años). Louis Lingg (alemán, 22 años), optó por suicidarse en su celda.

Schwab, Fielden y Neebe serían posteriormente puestos en libertad, tras una revisión que confirmó lo que era un secreto a voces: el juicio estuvo lleno de anomalías y trampas -incluido testigos falsos- concertadas entre Bonfield - capitán de la policía-, el procurador Rice, y la complicidad de los grandes periódicos norteamericanos, incluido el New York Times.

En la crónica se celebra la dignidad de los condenados que cantan y recitan, ríen, expresan y declaran su confianza en que el sacrificio habrá valido la pena para consagrar la unión de los obreros y defender sus derechos; en la crónica se remarca la infamia del juicio y del abuso de poder, y sobre todo, se destaca cómo, sin excepción, los condenados marchan al cadalso sin miedo ni resignación.

Escribe José Martí:

Ya vienen por el pasadizo de las celdas, a cuyo remate se levanta la horca; delante va el alcaide, lívido: al lado de cada reo, marcha un corchete. Spies va a paso grave, desgarradores los ojos azules, hacia atrás el cabello bien peinado, blanco como su misma mortaja, magnífica la frente: Fischer le sigue, robusto y poderoso, enseñándose por el cuello la sangre pujante, realzados por el sudario los fornidos miembros. Engel anda detrás a la manera de quien va a una casa amiga, sacudiéndose el sayón incómodo con los talones. Parsons, como si tuviese miedo a no morir, fiero, determinado, cierra la procesión a paso vivo. Acaba el corredor, y ponen el pie en la trampa: las cuerdas colgantes, las cabezas erizadas, las cuatro mortajas.

Plegaria es el rostro de Spies; el de Fischer, firmeza, el de Parsons, orgullo radioso; a Engel, que hace reír con un chiste a su corchete, se le ha hundido la cabeza en la espalda. Les atan las piernas, al uno tras el otro, con una correa. A Spies el primero, a Fischer, a Engel, a Parsons, les echan sobre la cabeza, como el apagavelas sobre las bujías, las cuatro caperuzas.

Y resuena la voz de Spies, mientras están cubriendo las cabezas de sus compañeros, con un acento que a los que lo oyen la entra en las carnes: “La voz que vais a sofocar será más poderosa en lo futuro, que cuantas palabras pudiera yo decir ahora.

Fischer dice, mientras atiende el corchete a Engel: “¡Este es el momento más feliz de mi vida!

¡Hurra por la anarquía!” dice Engel, que había estado moviendo bajo el sudario hacia el alcaide las manos amarradas.

¡Hombre y mujeres de mi querida América…” empieza a decir Parsons.

Una seña, un ruido, la trampa cede, los cuatro cuerpos caen a la vez en el aire, dando vueltas y chocando. Parsons ha muerto al caer, gira de prisa, y cesa: Fischer se balancea, retiembla, quiere zafar del nudo el cuello entero, estira y encoge las piernas, muere: Engel se mece en su sayón flotante, le sube y baja el pecho como la marejada, y se ahoga: Spies, en danza espantable, cuelga girando como un saco de muecas, se encorva, se alza de lado, se da en la frente con las rodillas, sube una pierna, extiende las dos, sacude los brazos, tamborilea: y al fin expira, rota la nuca hacia adelante, saludando con la cabeza a los espectadores.

No tuvieron miedo. O al menos, no fue central al final de sus días. Eso subraya Martí en la crónica sobre los Mártires del 1 de Mayo de 1886, en Chicago.

Las fotos del miedo

Entonces entendí por qué me han resultado tan reveladoras las fotografías que recién he tomado con mi teléfono móvil. Son 4 imágenes de penumbra. En ellas se advierte la luz de máquinas eléctricas que ronronean a la medianoche, en la oscuridad de nuestras casas. Esta luminaria roja, amarilla, verdeazulada puebla el mundo doméstico nocturno de las casa urbanas, una bombillería enclavada en los celulares, las neveras, las radios, el televisor, los computadores, los relojes, los plafones, las lamparitas y los interruptores.

A falta de cocuyos en las ciudades, millones de luciérnagas eléctricas.

El testigo eléctrico del aparato en el que se secan mis audífonos. Fotografía: Julián González.
La nevera entreabierta a media noche. Fotografía, Julián González.
La luz de la bombilla externa, colándose por las cortinas. Y el testigo del computador sobre la mesa. Fotografía: Julián González.
Bombillos-testigos del televisor y dos dispositivos electrónicos en un recinto de mi casa.

Todas estas fotografías nocturnas cargan un destello o una centella. Y hay algo siniestro en ellas. Algo sombrío.

Son expresiones gráficas de miedos callados, como velas flameando en medio de la tormenta.

No hubieran sido posibles o no tendrían ningún sentido sin el telón de fondo de la pandemia.

Fotografié estas escenas porque un sentimiento difuso me empujaba a hacerlo. Y ese sentimiento se manifestó en ellas hasta impresionarme. Y me impresionaron porque caminando a tientas y a oscuras en la casa comprendí lo que me pasaba. Deambulaba a oscuras porque había perdido el sueño. Y lo había perdido debido al miedo. Padecía la peor forma de miedo, el que no se reconoce y no se nombra para evitar entrar en pánico y ser vencido. ¿Miedo a qué?

Tenía miedo ciego y duro a la pandemia.

Las fotografías me lo revelaron sin más.

Sin duda la pandemia está marcando con dos décadas de atraso, el verdadero inicio del siglo XXI y el comienzo de un nuevo tipo de terror. Si durante el siglo XX varios poderes instrumentalizaron política y estratégicamente el miedo a la conflagración nuclear, a las drogas narcóticas, al migrante y al terrorismo islámico, corremos el riesgo de estar asomándonos a los albores de una nueva instrumentalización política del miedo: el de las pandemias virales.

El miedo a las pandemias futuras, al desenlace de la pandemia actual, a la posibilidad de polipandemias o pandemias concurrentes en este o los próximos años. Todos estos miedos pueden usarse para aconductar a millones de seres humanos, tal como se usó el temor al cadalso, a la horca y a la guillotina en el siglo XIX. O siglos antes, el miedo al cepo, al azote, a la hoguera y a la amputación.

El censo de muertos es el relato básico de este nuevo miedo. El inventario de síntomas es el segundo. Los mapas de expansión de la pandemia, son el tercero. Y las imágenes de cadáveres insepultos, el cuarto. Esta es la base de una narrativa que cuenta contando y escupiendo cifras que, en conjunto, nos confirman una sola prédica: la de nuestra impotencia. Y ese, el sentimiento de impotencia, es la base de toda política de sometimiento. Toda política de rendición. Y de toda esperanza de redención, que es el envés del sometimiento.

Doblegados, confiamos en que alguien, algo, alguna institución, algún gobierno, algún demiurgo ataje al enemigo. Y nos rendiremos a su presencia vencedora cuando someta al SARS-CoV-2. La carrera por las vacunas y por los retrovirales es, realmente, la carrera por ocupar el centro estratégico de este nuevo orden político. Y en la carrera por ocupar ese centro se enmascará por un tiempo lo que realmente importan: las enfermedades de verdad. La pandemia de la brutal inequidad, la pandemia de las hambres extendidas, la de los sistemas de salud marchitos, la de la deuda externa acrecentada, la de la desvergonzada especulación financiera, la del gasto militar que apalanca economías de usura y economías del lujo, la de la desigualdad en los términos de intercambio económico, la de la concentración obscena del 90% de la riqueza mundial en 200 millones de adultos, mientras el resto, 7 mil millones de personas, se reparten las migajas; la de la predación ambiental consentida y estimulada por el despilfarro de recursos; la de la educación frágil y desabastecida; la de los trabajos de mierda y la de los trabajos de las capas medias que, teniendo trabajos de mierda, sienten que más abajo están los verdaderos trabajos de mierda; la pandemia de la violencia generalizada contra las mujeres y las niñas; la de los racismos extendidos y estimulados por bestias como Bolsonaro, pero también por tecnócratas bien situados en ministerios y empresas; las pandemias del sexismo y de la brutalización contra las diversidades sexuales; y la pandemia contra las diversidades cognitivas y los variados modos de la razón, la inteligencia y la imaginación.

Invisible, penetrante, envolvente y ciego, el VIRUS -cualquier virus- puede convertirse en el nuevo leitmotiv usado machaconamente para moldear un régimen nuevo de seguridad sanitaria. Como el coco o cucú de los niños, será una tensa presencia a punto de engullirse a quienes no voten el costoso programa de biosensores instalados en todos los aeropuertos y en puntos de alta congestión y tráfico; a quienes no tengan al día su vaccine card o vacard; a quienes no puedan costear las actualizaciones virales; a quienes provengamos de territorios epidemiológicamente sensibles; o a quienes no acreditemos el CRTIP (Complete Review Type Immune Profile) estándar.

Empiezo a desconfiar menos del SARS-CoV-2 que de las políticas del miedo que, aquí y allá, van delineándose. El futuro uso político de nuestros legítimos temores a la pandemia puede ser más incisivo que la pandemia misma porque llega para quedarse largamente. Ya me imagino un nuevo reglón en los visados o en la definición de destinos turísticos aptos.

Por eso creo que como Spies, Fischer, Parsons y Engel, habrá que empezar a hacer acopio de la risa, la música, el canto, la rabia, el ingenio, la templanza y la voluntad política para no rendirnos, en los próximos años, a una amplia variedad de chantajes que, con cadalsos virales, nos ofrecerán, a manos llenas, miedos y más miedos biológicos en donde afirmar los nuevos negocios, los viejos gobiernos y la misma obediencia ciega.

Entonces celebro este primero de mayo de 2020 rindiendo honores a la risa, a la rabia, al rencor y a la guitarra, que saben poner el foco donde es: no en el virus SARS-CoV-2, sino en lo que oculta y en lo que por lo bajo se cocina. Una nueva forma del horror: el de la politicopandemia y sus horcas.

La guitarra que ríe le da la espalda a la horca. Collage fotográfico: Julián González, 30 de abril de 2020

Esta historia viene del día 40: abril 30 de 2020 y continuará el día 42: mayo 2 de 2020.

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Julián González

Diseñador de juegos de mesa, comunicador social y educador. Puede descargar gratis Todo está tan raro en el siguiente link: https://bit.ly/3BiGjMB